La nueva política, una de esas expresiones que tenía tanto
significado para algunos hace unos años y que, como tantas otras cosas, ha sido
tan repetida y mal utilizada por los medios y la clase política que ha perdido
casi todo su significado inicial. Ahora hasta el PP y el PSOE hacen nueva
política, y su perro fiel, Ciudadanos, también la hace, a pesar de que todos
siguen haciendo lo mismo que han estado haciendo los últimos cuarenta años, curiosamente.
Se nota que, tras haber intentado domar durante un tiempo
este término, como tantos otros, los poderes fácticos no están cómodos con la
llegada de la nueva política de verdad, la del 99%, a las instituciones. Dan fe
de esto los continuos ataques sobre Podemos y cualquier persona relacionada
mínimamente a su entorno; se ha visto en los intentos incesantes por fingir ser
algo que no son; palabras como “transparencia”, “cambio” y muchas más han copado
el lenguaje político al más alto nivel, mediante las cuales los partidos del
régimen han intentado, torpemente por lo general, ganarse a la gente
prometiendo cambios que no solo no están dispuestos a hacer, sino contra los
que lucharán si hace falta.
Sobre este tema, podríamos hablar del cambio de imagen del
PSOE, que ha realizado con éxito limitado un complicado juego de equilibrista,
presentándose por un lado como el partido del “cambio real”, como la
contrapartida principal al PP, y a la vez como uno de los pilares del Régimen
del 78, garante de estabilidad y de inmovilismo social. También podríamos
hablar de Ciudadanos, esa niña bonita del Ibex-35 a la que las encuestas, tanto
oficiales como de los medios privados, inflaron sobradamente, y al final ha
acabado siendo un partido bastante menos relevante de lo que a la patronal le
habría gustado. Pero mejor hablemos del verdadero caso (clínico) de estudio: el
Partido Popular.
Una cosa que había llamado a muchos la atención del PP era
la capacidad de su cúpula de hacerse pasar por gente relativamente corriente de
cara al ciudadano. Obviamente, viendo a personajes haciendo de ministros como
Wert, Fernández Díaz o Fátima Báñez, o siendo testigos de la gran capacidad
oratoria de Pablo Casado, Rajoy o Cospedal, quedaba claro que la cúpula de esta
organización no era precisamente gente de la que te encuentras todos los días
por la calle, pero el partido en si sí que daba esa impresión, cosechando
bastante éxito entre esos españoles que se autodenominan católicos y patriotas,
o incluso entre gente sin una ideología propia muy marcada, pero que pensaba,
por alguna razón, que le interesaba un gobierno del PP. Sin embargo, obviando
la gloriosa segunda legislatura de Anzar, durante los últimos 5 años la imagen
pública del PP ha caído en picado hasta puntos nunca vistos, gracias a los
cuatro horribles años de gobierno de Rajoy que hemos sufrido, como queda
constancia en muchos artículos de este blog, y a los numerosos casos de
corrupción, tan numerosos que han puesto de manifiesto la intrincada red
clientelar que ha sido en realidad el PP desde que a su vez heredara la red
clientelar del sistema franquista. Ante este derrumbe de una ilusión hábilmente
tejida (como humanista que soy, me gusta pensar que ha sido una mentira hábil y
no somos tan gilipollas), no es de extrañar que ahora muchas personalidades del
PP hayan acabado por cometer actos y hacer declaraciones que han dejado ver la
clase de gente que forma el, hasta ahora, partido más votado en este país.
Por centrarnos en los hechos más recientes, veamos cómo han
sido estas navidades, tan influenciadas por las elecciones generales del 20 de
diciembre. La derecha de este país no ha parado de buscar la polémica sobre la
gestión de los ayuntamientos que están gobernados hoy por candidaturas
municipalistas, y después han pasado a jalear contra Podemos. En principio, no
debería sorprender el hecho de querer dejar a los partidos “contrarios” en campaña
electoral como gobernantes poco eficientes y/o corruptos, al fin y al cabo su
mejor baza es intentar convencernos de que los demás son tan malos gobernantes
como ellos, pero si nos fijamos en cuáles han sido las sucesivas polémicas que
han copado el discurso de la derecha y de los medios en este país, podremos
entrever un problema aún más grave que la falta de honestidad.
Y es que armar barullo quejándose de que en la Cabalgata de
los Reyes Magos haya mujeres, o criticando la elección de vestuario de la
representación de estos, en un país con 5 millones de parados, una deuda igual
al PIB, con una desigualdad social que es de las más altas de la UE y sigue
aumentando, con una cuestión tan seria como es el independentismo catalán, y
que el gobierno central no ha sabido ni siquiera entender, con una proporción
tan grande de la población que no se ve representada por la clase política, todo
esto, resulta obsceno, casi insultante. Incluso aceptando que las quejas sean
legítimas, ¿Qué le importa los miembros de una familia, que han tomado la
comida de Navidad abrigados hasta arriba porque no pueden pagar los precios
abusivos de las eléctricas? ¿Servirá el poner más belenes para que no reciban
su cena de Nochevieja del banco de alimentos? Resulta tan chocante que parece
irreal. ¿Qué clase de gobernante se preocupa más por la ropa de los Reyes Magos
que por la gente sin recursos? Pues gente que no ha tenido carencias en su
vida, gente que no sufre ni ve los resultados de sus políticas, que ni siquiera
conciben el poder estar en esa situación, pues ellos trabajan y son
cumplidores.
Y este clasismo se ha hecho incluso más acentuado tras la
llegada de los primeros diputados de Podemos y las diversas confluencias, IU,
Equo, y otros partidos al Congreso de los Diputados en la sesión de
constitución de las Cortes. Por lo visto, ha sido un shock tanto para los
medios como para el PP el hecho de que haya un diputado con rastas, o que una
diputada haya llevado a su bebé a la sesión, ¡o que incluso haya una diputada
negra!. En cierto modo es normal, donde vive esta gente no se ve a personas con
rastas, y a los bebés los cuida la criada, que cambiar pañales da mucho asco. Resulta
que quien lleva rastas en un piojoso, y un apestado. Resulta que el hecho de
que Carolina Bescansa llevara a su hijo al Congreso, sin tener en cuenta sus
intenciones con este acto, es un atentado a la normalidad de la vida
parlamentaria que no se había vivido desde el 23-F, por lo menos. Se ve que los
señores diputados no se pasean mucho por Lavapiés, y es normal, no debe ser cómodo encontrarte cara a cara con las víctimas de tus políticas. Y mientras tanto los medios
se han hecho eco, por supuesto, de todo este malestar de sus señorías los diputados,
dedicando más tiempo a estos hechos que a nimiedades como el hecho de que un miembro
del grupo parlamentario del PP, que está imputado, apareciera en su escaño como
si no pasara nada, o al juicio de la Infanta, o a la investigación sobre la
financiación ilegal del PP. Eso no importa. Tertulias con tres veces más de
hombres que de mujeres hablando de por qué es tan horrible que una madre quiera
hacer ver un punto sobre la conciliación de la maternidad y el ámbito laboral
en este país, con mayor o menor acierto, eso es otra cuestión. La gente
corriente ha llegado al Congreso, y eso ha sido difícil de digerir para muchos
de aquellos que, tras un escaño, o tras una pantalla de televisión, han dado
siempre la impresión de ser aquello de lo que ahora se horrorizan. Quizá así
entendamos la forma en que nos tratan; ellos son los gobernantes, y nosotros
los plebeyos, los que deben ser gobernados, y nunca serán capaces de mandar, ni
deben. Pues les estamos demostrando que no es así, y esto es solo el principio,
porque el cambio ha venido para quedarse, y seguramente se lleven alguna que
otra sorpresa más gorda en el futuro. Pero eso, como viene siendo costumbre, depende de nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario